Tras el portazo, el pestillo, la llave echada con dos vueltas y la cadena puesta, una mujer, muchas mujeres, lloran de impotencia sin soltar lágrimas. Algunas son insultadas, otras golpeadas, otras violadas y otras simplemente olvidadas.
Un televisor demasiado alto, un paño de cocina en el suelo, un botón no cosido, un vaso de vino...siempre alerta, siempre esperando el insulto y el golpe. Siempre deseando tener valor.
Si hay niños, no quieres dejarlos solos, no quieres quedarte sola. Tampoco quieres que estén demasiado tiempo haciendo ruido porque pueden despertar a la bestia. Los acuestas, les hablas, les abrazas y besas mientras rezas porque duerman profundamente y sean felices dentro de sus sueños.
Pasan las horas sobre una cama acostada, que no descansando; con los ojos abiertos esperando que la bestia decida cuándo, cómo y, como siempre pasa, sin un por qué. Pero es lo único que se puede hacer: esperar. Dejar que el reloj cante la hora de su marcha y tú puedas respirar tranquila, incluso dormir una hora más.
Pero no duermes
Después de años abres la ventana y deseas el mal. Te sorprendes pensándolo, pero no te arrepientes de hacerlo. Te apetece devolver el daño que te han hecho pero sabes que no tendrás valor para ello. Al menos, sabes lo que tienes que hacer.
Los niños están lejos, de excursión, tus cosas más valiosas han ido saliendo de tu casa como en plazos, hacia un lugar desconocido y la documentación en tu bolso está preparada para ser fotocopiada en cualquier comisaria.
En el balcón, levantas la mirada al cielo y pides ayuda. Te das la vuelta, coges tu bolso, tu chaqueta y dejas las llaves de la casa encima de la mesa. Sales dando un portazo.
9 de diciembre y acaba de empezar la primavera.