Martina pasea por el parque de la mano de su hijo de cinco
años. Comentarios sobre el colegio del niño, sonrisas y tranquilidad. Pasan
cerca de un puesto ambulante y el niño
pide unos caramelos a su madre. Martina accede, y presta, se para frente al
vendedor y le pide los dulces que el niño agradece con una sonrisa a su madre. Le
entrega un billete al hombre y este, al darle el cambio le dice: “Con ese
cuerpo, le hacía yo otro niño en menos que canta un gallo”. Martina,
enfurecida, agarra con fuerza a su hijo y camina a paso agitado. El niño le
pregunta entonces, por qué le ha dicho eso el hombre desconocido a su madre. Su
madre calla, pero ya le han fastidiado el paseo y decide que deben volver a
casa.
Laura ha quedado a las seis de la tarde con unas amigas. Es
casi la hora y camina a paso rápido por entre las calles del pueblo. Se ha
arreglado porque piensan ir al cine, a la segunda sesión. Se puso el pantalón
corto, una camiseta de tirantes y unos zapatos de plataforma. Lleva una
chaquetita doblada sobre el bolso cruzado. Engalana su caminar con la melena
suelta y un poco de brillo en los labios. Ve a lo lejos un grupo de hombres
fumando a la puerta del bar. Piensa en las amigas. Llega tarde sino agiliza el
paso. Su pensamiento no la deja darse cuenta de los codazos que se dan entre
los hombres de la cerveza en la mano. Al pasar junto a ellos, le suela uno: “Mira
que tetitas tiene la niña, se las chupaba durante horas”. Laura se sonroja y
avanza más rápida. Continua calle abajo. Ya no piensa en las amigas, sino en no
encontrarse a nadie más por la calle. Le ha dado vergüenza la barbaridad que
acaba de escuchar, y se echa la melena hacia delante, tapando su pecho.
Continua andando y al doblar la esquina, dos chicos jóvenes
casi tropiezan con ella. Uno se le queda mirando y dice: “vaya culito, dame
media hora y sabrás lo que es un sobo” Laura camina aún más rápido, a la vez
que desdobla su chaqueta de punto y se la pone tapando el trasero. Se para.
Coge el móvil y busca un número en la agenda: “Hola, soy yo, Laura. Que no
puedo ir al cine, tengo un imprevisto en casa. Nos vemos mañana. Chao”. Se da
la vuelta. Ve la parada del autobús y decide volver a casa. Esa tarde no le
apetece nada más que sentarse en el sofá de casa y ver la televisión.
Siempre defendí el piropo como obra de arte. Había
verdaderos agasajos a la belleza femenina que, antaño, hacían gracia, tenían
cierto donaire e, incluso, algunos escritores recogieron para sí en sus obras. Esa
época pasó, como pasó el respeto, el saludo, la cortesía, y otras tantas cosas
que han hecho de la sociedad actual, un hervidero de machismo, de malos modos,
de insultos, de prepotencia masculina ante el cuerpo de una mujer, de querer
convertirla en un simple objeto y diana de improperios y mal gusto.
Hoy ya no hay piropos en la calle. Lo único que se escucha
son rebuznos, maleducados que se crecen ante las risas de quienes les escuchan.
Es una bravuconada de tan mal gusto, que pueden llevar a amargar la tarde a una
señora que escucha lo mismo que su hijo de cinco años, o de una adolescente
que, simplemente por vestir a la moda, recibe improperios que le hacen sentirse
mal. Igual que un acto destroza una vida, una palabra mal sonante va haciendo
mella en la mujer y ésta puede llegar a tener miedo de salir a la calle.